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¿Qué hacer frente al avance autoritario?: más y mejor democracia

El apoyo a la democracia lleva tiempo debilitándose. Un punto de inflexión clave lo encontramos en la crisis financiera del 2008. La ciudadanía, confiada en la vigilancia democrática por parte de las instituciones reguladoras al sistema financiero, despertó viviendo la pesadilla de ver que el vigilante estaba dormido o, lo que es peor, mirando hacia otro lado.

Millones de personas en todo el mundo perdieron sus modestos ahorros o sus casas frente a la inacción, la pasividad o complicidad de las autoridades financieras globales y de las naciones. Esta decepción y frustración provocó un grave desapego en la confianza democrática. Todo ello en paralelo —¿relación causal?— con el tsunami digital de conversaciones, dispositivos, aplicaciones y plataformas con las que la humanidad está conviviendo con intensidad desde esa fecha.

El retroceso de la democracia a nivel global, según el sociólogo Jesús M. de Miguel Rodríguez, hay que atribuirlo especialmente a la desinformación, la polarización política y la autocratización de los regímenes. Destaca la creciente influencia de China y Rusia en el orden mundial, mientras que la Unión Europea parece quedar relegada y Estados Unidos, históricamente un bastión democrático, enfrenta desafíos que ponen en riesgo sus instituciones democráticas.

¿Y en América Latina? Aunque aumentó levemente el apoyo a la democracia, según datos del Latinobarómetro de 2024, el índice había caído en picado desde el año 2010. Actualmente, el respaldo es 12 puntos porcentuales menor que el 65% que llegó a tener a finales del siglo XX.

Las desigualdades y la creencia de que el sistema está roto y ya no es eficiente para generar soluciones reales que impacten en la vida cotidiana está, también, en la base del descontento. Los seis países latinoamericanos que incluye el estudio 2025 de IPSOS sobre populismo obtienen puntuaciones muy pesimistas en lo que denominan el índice de sociedades rotas.

Este índice lleva a cabo un promedio de la percepción de los ciudadanos sobre cuestiones diversas como la confianza en las élites políticas, la creencia de que se necesita un líder fuerte para resolver los problemas o el hecho de sentirse comprendidos por sus dirigentes. El caso de Perú es particularmente negativo, ya que obtiene la segunda peor calificación de los 31 países estudiados.

Esta realidad es un terreno propicio para los populismos y los líderes extremistas. Y lo más preocupante es que la situación es aún más grave entre los jóvenes, lo que genera un cierto pesimismo sobre el futuro. En América Latina, los menores de 25 años son los que menos respaldan la democracia. Según el último Latinobarómetro, la mitad de ellos prefiere un sistema autoritario o le da lo mismo vivir en ese o en uno democrático.

Latinoamérica no es un caso aislado. En Europa los jóvenes también manifiestan un creciente escepticismo hacia la democracia y se han convertido en el principal apoyo de los nuevos partidos de extrema derecha. En España, más de la mitad de la población considera que la democracia está en peligro, de acuerdo con el último Barómetro del Real Instituto Elcano. Estos partidos ultras son vistos, precisamente, como el mayor peligro para el sistema.

Democracia militante
¿Y cómo combatir «ese peligro»? Algunos autores ya han empezado a hablar del concepto «democracia militante», que se refiere a la necesidad de que los sistemas democráticos se defiendan activamente contra amenazas que buscan socavarlos desde dentro.
En particular, se centra en el debate en Alemania sobre la posible prohibición del partido de extrema derecha Alternative für Deutschland (AfD), que ha sido clasificado como una organización extremista. Nos enfrentamos al dilema de si prohibir estos partidos es una forma legítima de proteger la democracia o una distorsión del principio de competencia política. Pero ¿es esto posible con el escenario real de su implantación?

Seis meses después de que el vicepresidente JD Vance, Elon Musk y otras voces de MAGA horrorizaran a los líderes europeos al abrazar a la AfD de Alemania, estos partidos están aplastando a sus rivales del establishment en todas las encuestas. Por primera vez en la historia moderna, destacaba Zachary Basu en Axios, los partidos de extrema derecha lideran las encuestas de opinión en las cuatro economías más grandes de Europa.

En Alemania, una nueva encuesta ponía de manifiesto que la AfD, a pesar de estar investigada y perseguida por escándalos nazis y vigilada por la inteligencia alemana por sospechas de extremismo, es, por poco, el partido más popular del país. En el Reino Unido, el Partido Reformista de Nigel Farage tiene una ventaja de dos dígitos sobre el gobernante del Partido Laborista y los conservadores, que han dominado la política británica durante un siglo.

En Francia, la Agrupación Nacional de extrema derecha se sitúa cómodamente en primer lugar en las encuestas, incluso con su líder, Marine Le Pen, a la que se le prohibió postularse a la presidencia en 2027 por malversación de fondos de la UE. En Italia, la primera ministra Giorgia Meloni, líder del primer gobierno de extrema derecha del país desde la Segunda Guerra Mundial, ha desafiado la gravedad política al seguir siendo relativamente popular tres años después de llegar al poder, aunque ha gobernado de manera más pragmática de lo que muchos esperaban.

En el horizonte, además, emergen cada vez con más influencia los profetas apocalípticos de la ilustración oscura. Entre sus exégetas destaca Curtis Yarvin, que proclama que «se necesita una dictadura corporativa para reemplazar a una democracia moribunda». Yarvin, junto a Peter Thiel —una de las personalidades más influyentes de Silicon Valley y de Estados Unidos— es el mensajero intelectual de una facción de extrema derecha conformada por multimillonarios de la costa oeste de Estados Unidos que aspiran a substituir el sistema y la arquitectura institucional de las democracias liberales a las que consideran obsoletas y devaluadas.

Frente al desastre y el caos… ¿la dictadura?
En su libro Disaster Nationalism el pensador y escritor Richard Seymour explora cómo los movimientos extremistas de todo el mundo buscan culpar a enemigos ficticios por desastres reales. Su tesis sobre el «nacionalismo del desastre» ayuda a leer el momento actual.

Ante crisis complejas (climática, económica, bélica, sanitaria…) la ultraderecha traduce fuerzas abstractas en amenazas con rostro y ofrece una épica de castigo y purga. Así, Seymour subraya que el auge ultra activa humillaciones, resentimientos y deseos de reset frente a un mundo que parece derrumbarse.

Y su advertencia es clara: cuando los problemas parecen inabordables (la degradación institucional, las desigualdades, etc.) triunfan los relatos que prometen culpables inmediatos y una restauración viril del orden, en vez de soluciones sistémicas que requieren paciencia democrática y políticas públicas eficaces.

En ese sentido, su libro sitúa la disputa no sólo en el terreno programático, sino en el afectivo y cultural que hoy condiciona la competencia democrática. Como apunta Daniel Trilling en este interesante artículo para Nueva Sociedad: «las figuras del nacionalismo del desastre, más que a los políticos tradicionales, se parecen a las celebridades, impulsados por una oleada de emociones violentas cuya propagación facilitó internet (…) Los emprendedores políticos, desde líderes populistas hasta influencers de ultraderecha, se involucran en ‘permanentes campañas algorítmicas’, dirigiendo el enojo y el sadismo de sus seguidores hacia sus adversarios. Bolsonaro tenía un Gabinete do Odio, un grupo de asesores que planeaban su estrategia en las redes sociales; Modi premia a sus seguidores más virulentos en x siguiéndolos a su vez de manera discreta; Trump es una ‘granja de trolls unipersonal’. Y cuando la violencia retórica se derrama sobre la vida real, esto ya no conlleva el fin de una carrera política».

Esa gramática emocional del desastre conectaría con el dilema de la «democracia militante»: cómo defender el orden constitucional sin replicar la lógica punitiva que lo corroe, y cómo evitar que el miedo social se convierta en licencia para restringir derechos o prohibir adversarios políticos.

¿Qué hacer?
Uno de los primeros pasos sería reconstruir el espacio público. El sociólogo Richard Sennett reflexionaba en esta entrevista de 2024 sobre la necesidad de recobrar la experiencia de la vida pública, de estar presentes en los espacios públicos que nos permiten el encuentro con quienes no son como nosotros, no tanto como espectadores, sino como individuos que se expresan.

La regeneración democrática pasaría entonces por recomponer el vínculo entre ciudadanía, instituciones y comunidad. No basta con reforzar la arquitectura institucional si no somos capaces de reconstruir la confianza en la experiencia compartida. La democracia no solo se mide en las urnas, sino también en las calles, en los barrios, en los foros digitales y en cada espacio en el que nos reconocemos mutuamente como interlocutores legítimos. Una democracia viva exige reapropiarse del espacio público y volver a concebirlo como un bien común donde recuperar y reforzar las reglas de la convivencia y apuntalar la tolerancia y el civismo frente a la diferencia.

En palabras del propio Sennett: «La cooperación es el arte de vivir en el desacuerdo». Esa es la clave de una democracia militante y resistente: no blindarse únicamente contra las amenazas externas, sino revitalizar su corazón cívico, el encuentro humano, plural y conflictivo, pero siempre fecundo.

Frente a la tentación del repliegue autoritario, necesitamos más y mejor democracia: más inclusiva, sólida y capaz de convertir el miedo en cooperación y el malestar en energía transformadora.

Publicado en: Univision (06.09.2025)
Fotografía: Benjamin Thomas para Unsplash

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