La cumbre en Egipto sobre el plan de paz ha dejado un momento único y muy comunicativo. «Trump ha reinventado la tradicional y aburrida foto política de la encajada de manos», escribe el consultor en comunicación política Antoni Gutiérrez-Rubí. El autor, que además es presidente del Consejo Asesor Internacional de ‘Agenda Pública’, afirma que Pedro Sánchez era consciente de los protocolarios saludos de Trump, por eso aguantó el envite y «los dos líderes quedaron en una suerte de empate simbólico».
Los saludos de Donald Trump no son protocolarios o parte de la cortesía diplomática. Sus saludos son mensajes políticos, escenificación del poder y extensión de su personalidad. Son actuaciones. Trump ha reinventado la tradicional y aburrida foto política de la encajada de manos y la ha convertido en videoclips absorbentes de testosterona para ser analizados —como en bucle— una y otra vez. Así observamos la posición de su mano y de su brazo al iniciar el saludo; la fuerza de su gesto, la posición y movimiento de su brazo; la distancia entre el apretón y su cuerpo; la dinámica de la encajada, su duración, la superposición o cambio de posición de las manos; y la interacción global entre miradas, palabras y gestos. En definitiva, hacemos de la comunicación no verbal un tratado político.
Es lo que tiene el poder cuando tiende —o pretende— a ser absoluto: las formas son fondo y sus liturgias tienen una extraordinaria importancia. No es un tema menor. Es una cuestión de Estado que se convierte en geopolítica al comparar las distintas formas y reacciones de los líderes políticos a los saludos de Trump. Así ha sido, especialmente, en los saludos entre el presidente norteamericano y el resto de los líderes que asistieron a la firma de paz en Egipto. Todos ellos acabaron siendo actores de reparto del monólogo escénico de Trump. ¿Todos?
Pedro Sánchez estaba preparado. Lo había practicado. Lo estaba esperando. Absolutamente todas las encajadas de mano de Donald Trump terminan con su brazo atrayendo hacia su cuerpo el brazo de su interlocutor, estirándolo hacia sí de manera casi violenta, como si el saludo fuera un pulso de dominación. No es él quien invade el espacio del interlocutor, sino quien obliga a este a entrar en su área. Es una diferencia sutil pero decisiva. Trump no se acerca: hace que los demás se acerquen. El espacio corporal —ese territorio invisible que cada persona defiende instintivamente— se convierte aquí en escenario de control. Trump no necesita avanzar: controla el movimiento del otro. Su mano, que empieza como gesto de cortesía, se transforma en un anzuelo. El tirón tiene una lectura clara: «Yo decido la distancia», «yo marco el ritmo del contacto, tú te adaptas». Es el equivalente gestual a interrumpir una frase o a hablar más alto en una conversación. En la cultura política y diplomática, donde la imagen pesa tanto como las palabras, ese segundo de tensión en la encajada es siempre una micro batalla que casi siempre suele ganar el estadounidense.
Casi todos los líderes del mundo lo han sufrido —en especial los duelos entre Emmanuel Macron y Trump son ya una saga imperdible— y Sánchez no iba a ser la excepción. La diferencia es que lo previó y aguantó ese tirón. Dos veces. Durante unos segundos, los dos líderes quedaron en una suerte de empate simbólico: ni sumisión ni imposición, solo la idea de que, incluso en una foto, se libra una batalla de poder. Un pulso físico, estético, escénico. En definitiva, un pulso político y de personalidades.
En términos de comunicación no verbal, ese aguante tenía un valor político. El gesto de Trump, al atraer al otro hacia sí, convierte el saludo en un campo de fuerza: quien cede el equilibrio, cede parte del estatus y, al estirar al interlocutor, le hace perder —casi siempre— el equilibrio, aunque sea levemente. Es una percepción rápida, fugaz, pero genera una idea en la opinión pública —y en esa persona— sobre quién manda y quién obedece. Sobre quién es el fuerte y quién es el débil.
Además, había en Trump una necesidad especial por mostrar fuerza física, por exhibirla, después de que le haya sido diagnosticada una insuficiencia venosa crónica y en plena discusión pueril y fantasiosa sobre la inmortalidad y la longevidad, tal y como quedó expuesta en la conversación desvelada recientemente entre Vladímir Putin y el líder chino Xi Jinping. Los autócratas no se conforman con el poder: necesitan que sean duraderos, permanentes y eternos, si fuera posible. Trump quiere parecer en plena forma.
En cualquier caso, Trump está rediseñando el poder del mundo, y lo hace en todas sus manifestaciones. Sean militares, económicas o políticas. También simbólicas, o especialmente simbólicas. Por ejemplo, en la negociación que finalmente ha concluido con un acuerdo de paz entre Israel y Hamás, Trump ha apostado por la diplomacia paralela de su estilo de hacer negocios en detrimento de la diplomacia profesional. El presidente dio autonomía a su yerno, Jared Kushner, y al enviado de la Casa Blanca a Oriente Próximo, el multimillonario Steve Witkoff, en una negociación que incluyó tácticas más propias de los negocios de familia que de la diplomacia internacional. Aplicaron técnicas inspiradas en las reglas de oro de su libro más famoso, El arte de la negociación (1987).
Y así, con todo. Los saludos de Trump son la escenificación litúrgica del abandono definitivo del soft power (el poder blando que ha caracterizado las administraciones demócratas que ejercen su poder con la disuasión y la colaboración) para sustituirlo por el hard power, donde el poder se impone sin matices, en una estrategia donde la política —y la vida social— es solo un juego de ganadores y perdedores. Esa visión, tan tentadora como corrosiva, tiene nombre: mentalidad de suma cero. Su lógica es simple: si alguien gana, otro pierde. Mejor dicho: para que alguien gane, el otro debe perder. Y si es posible, mejor que pierda de manera humillante. Eso es Trump: del saludo al pulso sin empate; de la diplomacia multilateral y la cortesía educada a la fuerza unilateral y el dominio zafio y vejatorio, especialmente con los aliados, como hemos visto en Egipto. Un mundo rediseñado a la medida de su personalidad. Trump le ha lanzado un pulso al mundo. Y de momento, lo está ganando.
Publicado en: Agenda Pública (14.10.2025)