«Educar no es llenar una botella, sino encender un fuego». William Butler Yeats
En su defensa apasionada de las humanidades y del saber inútil —tan radical y necesaria en tiempos de utilitarismo feroz— el filósofo y profesor de literatura Nuccio Ordine advertía: «Una sociedad sin pensamiento crítico es una sociedad sin libertad». La libertad la siembran los herejes, los que desafiaron el orden establecido, los que desafiaron el poder con sus ideas propias, es decir, ideas libres, personas libres de mente.
La herejía, en su sentido más profundo, es justamente eso: pensamiento crítico en acto. Es rebelión del juicio frente al dogma, es autonomía frente al adoctrinamiento. Etimológicamente, herejía proviene del griego hairesis (elección). El hereje es, en su origen, aquel que elige. El que se atreve a pensar por sí mismo. En tiempos de inquisición —religiosa, cultural, política o ideológica— esa elección libre se convierte en amenaza. Por eso, los herejes no son sólo figuras religiosas; lo han sido también, y sobre todo, aquellos que desafiaron las ortodoxias políticas, morales y sociales de su tiempo.
Sócrates fue condenado por «corromper a la juventud» y por introducir nuevos dioses; Giordano Bruno ardió por imaginar un universo infinito; Galileo, por mirar al cielo con los ojos de la ciencia. En política, los herejes han sido los que vieron más allá del orden establecido: Rosa Luxemburgo, por su socialismo libertario; Martin Luther King, por su sueño de igualdad racial en una América segregada; Nelson Mandela, por rebelarse contra el apartheid y la venganza sin perdón. Todos ellos eligieron pensar distinto. Y todos pagaron un precio. Todos sembraron el futuro.
En el mundo de hoy —ya sin hogueras para los herejes— la herejía se combate con otros formatos. Se margina al disidente, se ridiculiza al inconformista, se cancela al que cuestiona el statu quo. Y, peor aún, se modela un sistema educativo que premia la obediencia y castiga la duda. Un sistema de obsecuentes, de docilidades previsibles.
Hoy, educar para la herejía no significa promover el conflicto estéril ni glorificar la provocación vacía. Significa formar espíritus capaces de pensar a contracorriente, incluso contra uno mismo. Significa motivar y facilitar herramientas a los más jóvenes para resistir el pensamiento único. Significa enseñar a elegir, con autonomía y con criterio. Dudar como vestíbulo fértil para la razón.
Frente a un mundo donde la inteligencia artificial replica, donde los algoritmos predicen y condicionan nuestras elecciones, necesitamos —más que nunca— herejes ilustrados. Personas capaces de desobedecer con sentido. Como decía Foucault, «donde hay poder, hay resistencia». Educar para la herejía es enseñar esa resistencia lúcida.
Volviendo a Nuccio Ordine, en su libro-manifiesto Clásicos para la vida. Una pequeña biblioteca ideal escribe: «La escuela, y también la universidad, deberían, sobre todo, educar a las nuevas generaciones para la herejía, animándolas a tomar decisiones contrarias a la ortodoxia dominante. En vez de formar pollos de engorde criados en el más miserable conformismo, habría que formar jóvenes capaces de traducir su saber en un constante ejercicio crítico».
La política también necesita herejes. Necesita representantes que no se dobleguen ante la inercia partidista ni ante los lobbies invisibles del poder. Que no teman pensar diferente, ni equivocarse. Que se atrevan a decir «no» cuando el «sí» es fácil, cómplice… y obediente.
La herejía es incómoda, pero es fértil. Porque sólo quien rompe moldes puede crear nuevos caminos. La historia no la escriben los sumisos, sino los que se atrevieron a elegir. Es hora de recuperar la palabra hereje, la herejía democrática y cívica.
Publicado en: revista Kuader (nº 1. Octubre 2025) – Ajoblanco










