Pujol, desnudo

En su arrogante réplica, Jordi Pujol ha afirmado que nadie como él se había desnudado así en el Parlament. Y es cierto, pero no se ha desnudado por lo que ha dicho, sino por cómo lo ha dicho. Sí, más desnudo que nunca, aunque se envuelva en la historia familiar y en los 40 años de servicio a Catalunya. Su réplica sin respuestas a las preguntas incómodas (¿cómo podía imaginarse que no lo serían tras su declaración de julio y su intervención en la Comisión?) han mostrado —sin filtros— a una persona que todavía no ha comprendido lo que pasa. O sí.

El formato de la comparecencia de Jordi Pujol (30 minutos de intervención inicial y una respuesta conjunta a todas las intervenciones de los grupos parlamentarios), así como el día elegido (viernes por la tarde), y las circunstancias políticas que la acompañan (con la agenda centrada intencionadamente en la firma de mañana de la Ley de Consultas y del Decreto de convocatoria del 9N por parte de Artur Mas) favorecían el trámite parlamentario de Jordi Pujol y su historia. Pero con su réplica ha revelado algo más que la verdad. Que su reacción parece una evidencia de lo que niega.

Jordi Pujol, con un texto leído, milimetrado, revisado, ha construido un texto exculpatorio. Treinta minutos para explicar un engaño de treinta años no parece un tiempo generoso ni suficiente para tratar con profundidad —y dignidad— este lacerante episodio, que ha sacudido la política catalana y ha dilapidado el enorme capital reputacional de Jordi Pujol como President de la Generalitat de Catalunya. La comparecencia no ha supuesto que Pujol cumpla su promesa: «Sí que tengo más que decir, pero lo diré cuando nos pongamos de acuerdo en la fecha», como anunció —¿o amenazó?— hace unos días al manifestar su disponibilidad para atender la petición del Parlament.

Pujol no ha ido a un debate político con los grupos parlamentarios. No ha ido a explicarse a la ciudadanía representada por sus electos, ha ido a defenderse preventivamente de la justicia… y de la historia. Reñir a los diputados por hacer su trabajo no estaba, seguramente, en el guión, pero ha mostrado algo más que un carácter resentido o dolido. Pujol sabe perfectamente que lo que se publica en el Diario de Sesiones del Parlament de Catalunya puede ser utilizado en su contra en hipotéticos trámites judiciales futuros. Pujol hace tiempo que sólo es un culpable —confeso— que busca minimizar el castigo y el alcance de las consecuencias de sus acciones. Las suyas y las de su familia. Pero en su réplica ha puesto un punto final a su vida pública triste y desolador. A partir de ahora todo será judicial.

Las preguntas sin respuestas de Pujol le despojan de su último patrimonio: el coraje del que siempre había hecho gala. Sus evasivas, sus silencios y su reacción airada le hunden, definitivamente, aunque le permitan flotar en las aguas tributarias y judiciales. La persona que fue capaz de decir esto: «Un polític ha d’optar i ha de prendre decisions. S’ha de comprometre. Ha de córrer el risc d’equivocar-se. Ha de decidir. I això és precisament un component de la grandesa de la política» tomó una decisión hace 30 años, que ha mantenido oculta por todo este tiempo. Una decisión que le empequeñece hasta la vulgaridad. Es lo que Pujol ha identificado como un instante fatídico: «un segundo que condiciona una vida» ha dicho buscando la compasión y la comprensión. Un segundo que ha contrapuesto a los 40 años de su vida dedicados al país.

Nos quedamos, de momento, sin resolver muchas dudas, sin saber si el fraude era personal o institucionalizado. Si la opacidad de la herencia era el principio de una opacidad generalizada donde los límites de lo personal y público, lo moral y lo legal, se traspasaban y se alteraban sin pudor, ni rubor. Aunque las cuatro negaciones de Pujol —i) NO he sido un político corrupto (repetido hasta tres veces); ii) NO he cobrado nada que no fuese mi sueldo (dos veces); iii) NO he obtenido dinero del erario público; iv) y tener dinero en el extranjero no significa que sea ilícito— son su categórica respuesta a las dudas y a algunas evidencias.

Evidencias como las que desvela, en unas declaraciones recientes, su jefe de prensa entre 1988 y 1998, Ramon Pedrós, que ha asegurado en un reportaje televisivo que «durante muchos años se vieron movimientos relacionados con negocios en el área de presidencia». Evidencias demoledoras. Y reveladoras de la espesa capa de complicidades que permitieron una situación de la que aún no alcanzamos a comprender su profundidad y su magnitud.

Hoy era un día importante. Y pasará a la historia como un triste final. Su deteriorada credibilidad frente a las dudas y las sospechas. En un lapsus final ha confundido parlamento con tribunal, y al empezar su intervención ha dicho que «no tenía la obligación legal ni política de comparecer», pero sí la tenía. Aunque el último halo de dignidad lo ha perdido cuando ha recriminado a gritos a los parlamentarios por hacer su trabajo, quedando expuesta su desnudez política. Esa es la metáfora más triste y penosa de este final. No nos lo merecíamos.

Publicado en: El País (26.09.2014)(blog ‘Micropolítica’) (y versión PDF del artículo publicado en El País con el título ‘Triste final’)
Fotografía: Allie Reefer para Unsplash

Enlaces de interés:
El oficio 10. La entrevista de Ana Pastor y el lunar de Artur Mas (El País, 29.09.2014)

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