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Qué hacen los diputados

La fiscalización de la política, por parte de la ciudadanía activa y organizada en redes y proyectos de radicalidad democrática, es una señal de esperanza para mejorar y ampliar nuestra cultura y calidad democráticas. Activismo frente a conformismo. La «política vigilada» es —en parte— la reacción al deterioro ético y transformador de la política democrática. Frente a la falta de transparencia, vigilancia. Es un signo de nuestros tiempos. Imparable. ¿Hasta dónde?

Las instituciones políticas representativas son, seguramente, la epidermis de nuestra arquitectura institucional que más urticaria produce. Nos escuece y les escuece. Un progresivo descrédito, salpicado de lacerantes casos de corrupción, se ha instalado en la opinión pública. La insatisfacción ha dado paso a la indignación y, esta, a la irritación. Estamos en un clima altamente emocional. El cabreo se apodera del clima social. Y la devastadora crisis no alimenta —obviamente— la paciencia de los ciudadanos. La cuerda se ha tensado demasiado y se ha roto, dando un doloroso morrazo a nuestros representantes. ¿Política sin partidos?

Justo cuando más política nos hace falta, menos parece que los actores políticos convencionales sean capaces de protagonizarla y liderarla. Han perdido parte de un tiempo vital y, con su indolencia, han perdido la confianza. Evidentemente, pagan justos por pecadores y la contaminación infecciosa de demasiados casos ha evolucionado hacia una peligrosa sensación de colapso séptico. El #15M, el #15S, el #25S y el #14N son muestras de esta sintomatología social. ¿Crisis sistémica?

En este contexto, los diputados (y los senadores) están en el ojo del huracán. Y el hecho de que la limitada (y retrasada) Ley de la Transparencia excluya a las Cortes (como a la Casa Real o el Banco de España, por  ejemplo) del ámbito de su actuación alimenta la duda, que se convierte en sospecha. El clima es prejuicioso, pero se lo han ganado a pulso.

El proyecto Qué hacen los diputados, por ejemplo, que se presenta como un «parlamento de personas que sigue el trabajo de los diputados en el Congreso» se ha erigido en un constante martillo pilón. Su actividad incómoda —seguramente— percute, sin cesar, sobre las capas de institucionalidad que son vistas como capas de impunidad. Visión que se alimenta de apariencias, evidencias y torpes reacciones por parte de nuestros representantes. Y, también, por una incapacidad estructural para anticiparse a los desafíos y una pereza política que es vista como soberbia y distancia.

Ahora le toca, otra vez, a los sueldos que perciben nuestros diputados. Es parte de la carnaza que alimenta a la prensa espectáculo y corrosiva. Hace ya algún tiempo que el Congreso publicó todas las declaraciones de bienes de los diputados en documentos .PDF. Formato con el que es imposible trabajar, ya que no es reutilizable. Hoy, este «parlamento de personas» ha convocado una quedada online «para que, entre todos y todas, podamos completar y revisar la hoja de cálculo que hemos preparado con los bienes de los diputados». Estas iniciativas, sin pretenderlo, son utilizadas por pescadores en ríos revueltos que, cínicos o insurgentes de la apolítica o la antipolítica, las aprovechan sin rubor y alimentan el rumor (como el que en España hay 445.568 políticos).

La hostilidad ambiental es un clima, además, que favorece el linchamiento digital y mediático, aunque sea viralizando errores o manipulaciones. Linchamiento interesado que proviene, incluso, como ayer mismo sucedió, de parte del expresidente José María Aznar, quien dijo que «los políticos se han convertido en un problema grave para España». Lo dice él. Sorprendente hostigamiento. Pero estratégico e intencionado cuando, quizás, lo que se propone es menos política, que no necesariamente mejor.

Las iniciativas de control, fiscalización y vigilancia democrática son un acicate, un estímulo y un revulsivo. Bienvenidas sean. Pero los activistas críticos deben ser conscientes, también, de su fuerza, de sus repercusiones y de sus consecuencias. Estamos en un momento clave. Nuestra política está más débil que nunca. Pero si queremos que sea otra política posible, deberemos administrar —con inteligencia táctica y sin renuncias— nuestra fuerza vigilante y reconocer, también, sus limitaciones y sus indeseables manipulaciones. «La gente tiene que aprender a usar su poder» dice —lúcida y humildemente— Henry Jenkins. Esta es parte de la ecuación. Sensatez y ambición.

Publicado en: El País (3.12.2012) (blog Micropolítica)

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