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Tatuajes en la política

Vladimír Franz es un artista, compositor, abogado y político checo. En el año 2012 aceptó ser candidato para presidente de la República Checa tras la obtención de 88.000 firmas, siendo conocido como el ‘candidato verde’, pese a no ser ecologista.​ En las elecciones del 2013, Franz acabó tercero, con un considerable 11,4% de los votos. El 90% de su cuerpo está tatuado. Su rostro es un tatuaje completo. Es un caso excepcional.

Las nociones preconcebidas y los prejuicios sobre las personas son difíciles de superar, ya sea por raza, sexo, orientación sexual o apariencia física. En el caso de los tatuajes, si son visibles, inciden claramente en esa apariencia. Quizás por ello, los políticos cuando se tatúan suelen hacerlo con pequeños y discretos ‘tatoos’ que forman parte de su intimidad personal o su trayectoria vital y que son visibles, casi siempre, de manera controlada y contenida.

De hecho, cada vez hay más políticos tatuados que no dudan en mostrar o en explicar sus tatuajes, con un punto de complicidad social con el creciente número de personas que, cada vez más, se tatúan en nuestra sociedad. La mariposa de Elena Valenciano (que se hizo cuando acompañó a su hija a hacerse uno); la frase «ha salido el sol» de Borja Sémper; la rosa, el sol y un símbolo tribal (entre otros) de Cristina Cifuentes; las letras AG/KG (en referencia a su hijo y a AC/DC) del alcalde de Cádiz, José María González, ‘el Kichi’, o la constelación de Perseo de Alberto Garzón. En Canadá es conocido el tatuaje de un globo terráqueo rodeado de un cuervo de Justin Trudeau; y, en Estados Unidos, cada vez más congresistas están tatuados.

Este verano se ha intensificado el debate sobre los tatuajes en la política y, especialmente, en la función pública. La opositora Estela Martín, por ejemplo, fue descartada de las pruebas a psicólogo militar convocadas en abril por el Ministerio de Defensa, por tener un dibujo visible en el tobillo con el uniforme femenino. Martín recurrió esta decisión, el Ministerio le dio la razón y anunció que iba a modificar la normativa. Las contradicciones y paradojas son cada vez más chocantes. Martín no puede aspirar a una plaza militar por un ‘tatoo’ en el tobillo, pero los soldados de la Legión lucen sus tatuajes sin rubor, ni pudor. Es más, con orgullo, ya que muchos de sus tatuajes están inspirados en el cuerpo y en la singular cultura castrense de la Legión.

El actual ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, luce en la muñeca derecha un geoglifo del poeta chileno Raúl Zurita, que reza: «Ni pena ni miedo». Los guardias civiles quieren poder ir tatuados como lo hace el ministro. Grande-Marlaska paralizó de forma temporal la aprobación de una normativa, elaborada durante el mandato del exministro Juan Ignacio Zoido, que pretendía prohibir a los agentes llevar tatuajes (y ‘piercings’), «si contienen símbolos que reflejen discriminación sexual, racial, étnica y religiosa», vetándose todo tipo de tatuaje que esté en una zona visible y que no quede cubierto con el uniforme del cuerpo.

Finalmente, el Ministro ratificó la orden que prohíbe llevar tatuajes visibles, perforaciones o barba larga en la Guardia Civil, así como otras restricciones estéticas, como que las uñas no podrán exceder el borde del dedo y que el ancho de los relojes no podrá superar el de la muñeca. «Los especiales cometidos que lleva a cabo la Institución (…) hacen necesario que sigan unas pautas y directrices comunes que aporten a todos sus componentes los necesarios caracteres de homogeneidad, neutralidad e imparcialidad que devienen inexcusables para el correcto desempeño de las misiones constitucionalmente asignadas», justifica el texto del Reglamento al que la mayoría de las asociaciones profesionales de la Guardia Civil han manifestado su rechazo, anunciando su impugnación judicial.

El debate sobre los tatuajes de los servidores públicos (en especial los uniformados), en el marco de la regulación sobre el aspecto físico de estos funcionarios, tiene una dimensión cultural y social que no puede resolverse exclusivamente desde la mirada de la homogeneidad formal. Servidores públicos que se parezcan a la sociedad a la que deben servir, proteger o cuidar incorporan unos valores de complicidad y de cercanía que deberían ser, también, considerados y evaluados. Nuestros funcionarios públicos son personas que llevan un uniforme, no uniformes que llevan a personas. El debate es apasionante, creo, y merece que sea discutido más allá de cuarteles o comisiones parlamentarias. Curiosamente, el ministro Grande-Marlaska participó en una campaña solidaria, hace un par de años, con un posado de su tatuaje real y otro falso con el texto: «El prejuicio es el tatuaje que más duele».

Publicado en: El Periódico (28.08.2018)


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