Las últimas semanas están poniendo a prueba —aún más— nuestra extraviada y necesaria serenidad. El mundo parece más enloquecido y las pequeñas rendijas de luz de esperanza que suceden, aquí o allá, parecen cada vez más aisladas y escasas, y se desvanecen rápidamente por fuertes nubarrones y vientos de tempestad. No hay calma, no hay tregua, no hay paz.
De entre todas las noticias y sucesos —y hay una oferta diversa y abundante— que sacuden nuestros ritmos diarios, hay una muy alarmante que ha sucedido hace unos días. Susie Wiles, la todopoderosa jefa de gabinete del presidente Donald Trump, ha hecho unas revelaciones descarnadas y desgarradoras sobre el poder en el núcleo de la Casa Blanca y, en particular, sobre las cualidades humanas del hombre más poderoso del mundo y, también, sobre Elon Musk, el hombre más rico del mundo. No fueron audios robados, fueron declaraciones y reportaje fotográfico incluidos.
Trump es calificado como una personalidad alcohólica. No se refería a que fuera un adicto al trabajo, un workaholic, no. Hablaba de su personalidad embriagada de poder narcisista, ebrio de sí mismo. Él «opera con una visión de que no hay nada que no pueda hacer. Nada, cero, nada». Es decir, poder ilimitado e inimaginable. Ese es el gran peligro. Y Musk, un adicto a sustancias que, como la ketamina, distorsionan la realidad, nublan el juicio, alteran el equilibrio. «Un tipo raro, muy raro», ha rematado.
El escándalo ha sido mayúsculo, porque quien revela tales patologías es la mismísima guardiana de los máximos secretos y por la crudeza y desgarradora sinceridad de sus afirmaciones. Aunque luego ella misma ha querido descalificar al periodista para rebajar la dramática realidad y el mismo presidente ha querido relativizar su retrato, lo cierto es que Wiles ha puesto nombre a lo que muchas personas ven con temor: la cúspide del poder está dopada. ¿Wiles perdió el autocontrol? ¿O, por el contrario, ha perdido el control? En cualquier caso, estamos avisados.
En nuestra realidad nacional, tan mancillada y agitada, ya en demasía, el escándalo Wiles no ha generado suficiente alarma como requerirían estas revelaciones más parecidas a una confesión o, quizás, una delación. Y es un grave problema de fatiga democrática: cuando el umbral de sorpresa desaparece, la sanción democrática se debilita. Y la resiliencia del sistema de valores que nos sustenta se corroe. Una aluminosis de nuestro sistema institucional. El escándalo deja de ser un punto de inflexión y pasa a ser un episodio más. La atención pública, fragmentada y efímera, se desplaza rápido; la memoria, también.
«Nombrar correctamente las cosas es una manera de intentar disminuir el sufrimiento y el desorden que hay en el mundo», decía Albert Camus. Si dejamos de nombrar y valorar lo grave y relevante, dejaremos de considerarlo. Y de actuar. Es el precio del silencio que ignora: es la antesala del silencio de los cómplices o de las víctimas.
Publicado en: La Vanguardia (22.12.2025)
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