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Paella privada, debate público

En una democracia de la audiencia, y en plena canícula de agosto, casi siempre sucede. Lo normal se vuelve en excepcional, lo intrascendente en viral. La ausencia informativa o la parálisis política (como la que vivimos en estos momentos) contribuyen a crear el clima favorable para el exceso, el escándalo —artificial, casi siempre—, o la especulación. Cuanto mayor, mejor. Convertir lo anecdótico en solemne es un ejercicio de ociosos o de jocosos. No debe extrañar, y menos a la mayoría de los asistentes de la paella de la Rahola, el eco de sus canciones, el ruido de sus retuits.

Pero el revuelo causado puede ser una buena oportunidad para que, más allá de la espuma digital y mediática, hagamos una aproximación a lo íntimo, lo privado, lo personal y lo público cuando se trata de un cargo electo. Es un ejercicio imprescindible si se quiere profundizar más allá de lo epidérmico. Un ejercicio útil si no militas en una trinchera.

La primera consideración es que la información personal y privada puede tener dimensión política. Dime cómo vives (o cómo te diviertes, o cómo veraneas, o con quién, por ejemplo) ofrece abundante información emocional sobre el carácter, el temperamento (y a veces, las habilidades) de nuestros dirigentes políticos. Esta información es importante para los electores, porque con ellas construyen sus vínculos de afinidad, de simpatía o de confianza. Vínculos poderosos, de gran capacidad movilizadora.

Algunas de las imágenes que hemos conocido, gracias a la locuacidad digital de su propagadora, hubieran sido diseñadas —al milímetro— como parte de sofisticadas estrategias de comunicación política, en otros contextos como el norteamericano, por ejemplo. Sociedad en donde lo personal, y veces lo íntimo, es de naturaleza pública. Y aquí las habríamos alabado o aplaudido con provincianismo acomplejado. Pero Cadaqués no es Columbus (capital de Ohio), aunque hay quien crea que la villa ampurdanesa representa, como Ohio significa en los EE. UU., a la media o al conjunto de Cataluña. Craso error, como es evidente.

El politólogo francés Bernard Manin, fue el primer autor en introducir el concepto de “democracia de audiencia”. Esta expresión servía para definir los sistemas políticos democráticos y su relación creciente con las audiencias televisivas y mediáticas. Según Manin cada vez hay menos capacidad de debate sobre propuestas, y cada vez más importancia de la capacidad de estar presentes en medios (y de colocar mensajes, si es posible). Así, la política sería sustituida, crecientemente, por la comunicación política y por la imagen —la del líder— que es el único capaz de retener a un votante cada vez más infiel que ya no se siente interpelado por la afinidad ideológica.

La segunda consideración es que vivimos en una sociedad de comunicación litúrgica. Las formas son fondo. Y sí tienen interés informativo (y político) los nombres de los honorables amigos y amigas del Molt Honorable. Es evidente. Los invitados (y quién invita y con quién se comparte) se convierten, en la sociedad de la interpretación, primero en lista, quizás en círculo, y luego en grupo. Las habilidades culinarias o interpretativas de las personas que asistieron no es lo relevante, aunque sí tiene algo de curiosidad insaciable. Su evidencia coral, más allá del desafino o entonación de sus voces, sí que puede ser significativa. Seguramente, por la tendencia casi enfermiza a la trascendencia semiótica, algunos de los protagonistas de esta cita veraniega han tenido que dar explicaciones y justificaciones. Incluso han llegado a renegar, con preocupación, de su exhibicionismo digital.

Y esta es la tercera consideración. Las redes sociales se han convertido en una fuente de información directa e inmediata. Carles Puigdemont tiene un estilo presidencial menos rígido y pautado. Su naturalidad tiende a la espontaneidad, y a una cierta ruptura de clichés, arquetipos y modelos. Es un president decontracté. Conoce, como buen usuario de las redes, el potencial que tienen para crear comunicación de proximidad, conversación abierta e imagen humanizada. No me extraña que cantara y le guste Let it Be («Aunque puedan estar separados / aún hay una oportunidad de que lo entiendan / habrá una respuesta:/ déjalo estar»). No sé si Pilar Rahola se arrepiente de algo. Pero, quizá, Carles Puigdemont no tanto. Let it Be. Déjalo estar.

Publicado en: El País- Catalunya (10.08.2016)

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