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Mañana es el pasado

En política, el futuro no es ciencia ficción, no es ilusión, no es ensoñación: es movilización, deseo, fin. Es, casi siempre, un objetivo. La mayoría de los proyectos políticos pretenden luchar contra el determinismo en cualquiera de sus expresiones. La política no se conforma con el presente, tan imperfecto como insuficiente. El futuro es el escenario deseado y, a la vez, el itinerario. Por eso, los dirigentes políticos prometen futuros, caminos, destinos.

Una serie de imágenes futuristas de Jean-Marc Côté y otros artistas, emitidas en Francia entre 1899 y 1910 y expuestas en la Exposición Universal de 1900 en París, abordaban el reto de imaginar la vida cotidiana en el año 2000. Originalmente, las imágenes se presentaban en forma de tarjetas de papel encerradas en cajas de cigarros y, más tarde, como postales. Más de cien años después vemos aquellas visiones como limitadas percepciones del futuro, no exentas de un candor irresistible. ¿Puede la mente imaginar un escenario sin ningún anclaje con el presente? En aquellas postales la presencia de la hélice, por ejemplo (para repartir correos, para limpiar la casa o para cosechar), era el marco imaginativo más ambicioso. Aquellas postales habrían sido olvidadas si Isaac Asimov no las hubiera publicado, comentadas, en 1986 en el libro Futuredays: A Nineteenth Century Vision of the Year 2000.

El reto de pretender imaginar cómo será la política en el futuro es mayúsculo. Y se enfrenta a un dilema: ¿y si fuera la predicción la peor manera de imaginar el futuro? ¿Es el futuro una evolución (y por lo tanto podemos imaginarlo desde la ensoñación de lo conocido) o bien es lo que es, precisamente, porque no es posible predecirlo? Voy a aventurarme y a optar por el segundo camino. Prefiero errar totalmente que quedarme corto. Prefiero lo inimaginable que lo previsible o predictible. Aprenderé de Jean-Marc Côté. Renunciaré a la evolución. Volveré al pasado.

La pista más sólida para imaginar el futuro de la política es volver hacia el pasado clásico, que es eternamente presente por esa dimensión única de su pensamiento, es decir, porque aborda los retos humanos no desde los instrumentos (la tecnología, por ejemplo) sino desde los fundamentos (la filosofía, sin duda). Lo que envejece son las respuestas; las preguntas son eternas. Los inventos caducan, se superan. La imaginación es inagotable, y por eso es el único futuro posible. De entre los clásicos políticos debo optar entre Nicolás Maquiavelo o Tomás Moro. Para el primero, no hay ética en la política. Para Moro, no hay política sin ética. Apuesto por el segundo.

La primera versión de Utopía, el libro fundamental del humanista del Renacimiento Tomás Moro, se publicó en 1516. Este año, precisamente, celebramos su quinto centenario. El texto es una sátira política, pero también una obra alegórica y romántica. Moro quería denunciar los excesos del poder, la avaricia y la obsesión por lo material. Para ello describe, a través de un narrador que es un explorador, un mundo ideal (una isla), organizada racionalmente (es decir, justa), que se convierte en una comunidad pacífica que establece la propiedad común de los bienes. Toda la organización social de la isla (el trabajo, la propiedad, el ocio) pretende disolver las diferencias sociales y fomentar la igualdad. Una ciudad imaginaria. Una ciudad inexistente. Un «no lugar», como tradujo Utopía al castellano Francisco de Quevedo. Desde entonces, lo utópico se ha presentado como irrealizable, por inexistente, más que por impensable. Por imposible, más que por incomprensible.

Retrocedamos más lejos todavía; más cerca, sin duda. Más futuro, creo. La política deberá ser socrática si quiere gobernar nuestra vida pública. En el futuro el gran debate versará —una vez más— sobre qué es el bien común y cuánto presente compartido (y condicionado) con mis semejantes hay que asumir —y aceptar— para garantizar un futuro posible. Sócrates, el padre de la tradición filosófica occidental, se definía a sí mismo como un moscardón: molesto, pero inofensivo. O quizá sí lo fuera. Lo ejecutaron por hacer preguntas: demasiadas, inoportunas, insolentes. A lo largo de la historia, a las personas libres las han matado por callar, afirmarse o acusar. A Sócrates, por preguntar.

El filósofo cuestionaba para dejar en evidencia las convicciones de sus interlocutores, para mostrar sus límites y contradicciones. Era tanta la incomodidad que exasperaba y molestaba. Con sus preguntas dejó al descubierto a los dogmáticos —que las interpretaron como desafíos— y mostró que la duda es la auténtica esencia del conocimiento libre, es decir, el conocimiento que piensa.

No tengo respuestas para la pregunta planteada. Pero sí estoy seguro de que la política del futuro será aquella que siga planteándose las preguntas fundamentales. En caso contrario, o no será política, o no tendrá futuro.

Publicado en la revista Matador S. El Futuro (descarga la app de la revista en iTunes)


Enlaces asociados:

La revista Matador explora y analiza el futuro en su número ‘S’ (El Confidencial, 30.01.2017)

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