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Trump humilla al mundo

Donald Trump ha ganado la presidencia de los Estados Unidos contra Hillary Clinton, la designada por la historia y el ‘establishment’. Contra la maquinaria más precisa y eficaz del partido demócrata. Ha ganado contra el partido republicano y sus líderes. Contra la inmensa mayoría de medios de comunicación y sus empresas editoras. Contra las encuestas y la demoscopia. Contra la verdad contrastada y los datos empíricos. Contra la industria del espectáculo, del cine o de la música. Contra los deportistas famosos. Contra los analistas. Contra las bolsas internacionales. Contra el caudal de dinero invertido y recaudado por su rival. Contra la razón. Y contra Barack Obama y Michelle. Su victoria es una humillación a la mayor coalición contraria y hostil que ningún candidato podía imaginarse. Su mérito es extraordinario. Y el fracaso de sus rivales es monumental.

El pasado mes de abril, Bernie Sanders luchaba cuerpo a cuerpo con Hillary Clinton para ganar las primarias demócratas. Necesitaba sí o sí ganar en Nueva York para seguir teniendo alguna posibilidad. Justo el día antes de esas primarias enviaba tres mensajes a sus activistas. En los tres lanzaba duras acusaciones a Clinton. Denunciaba a su oponente por ser una marioneta de las grandes firmas y lobbies que le han puesto dinero ―ingentes cantidades― para su campaña; y que, en caso de una victoria, se la debería. Sería una candidata secuestrada. Unas acusaciones que han sobrevolado durante toda la campaña.

Esos ataques de Sanders eran hacia la candidata, con una estrategia de descrédito personal, pero buscaban movilizar a un electorado defraudado y abandonado. Querían llegar a los votantes a través de las emociones indignadas: descontento social, paro, problemas sociales crónicos y un no futuro para ellos y para sus hijos. Sanders, involuntariamente descubrió el camino para Trump. Convertir la indignación en movilización. Por su parte, Hillary le respondía, sin perder la compostura, en el debate electoral demócrata: «describir el problema es mucho más fácil que tratar de resolverlo».

Esta frase resumía la estrategia de Clinton: posicionarse como la candidata más realista, lejos del populismo. Preparada para gobernar profilácticamente. Sin riesgos. Sin piel, sin emoción. Una profesional versus un amateur que solo sabía hablar. O insultar, agredir o avergonzar, en el caso de Trump. Una política experimentada versus un populista diletante cuyas frases acongojan a cualquier persona racional. Clinton doblegó a Sanders, e ignoró a su equipo y sus estrategias. Le ganó, pero no entendió el corazón de sus votantes, ignoró la corriente de fondo que, desde las devaluadas etiquetas de progresistas y conservadores, expresaba un desafecto de decepción y de miedo.

Le funcionó con Sanders, a un coste altísimo, pero no le ha funcionado con Trump. La fría racionalidad ha sucumbido a la emocionalidad radical. Trump ha transformado el odio, el miedo y la rabia en un voto de venganza, en una poderosa movilización electoral. El voto oculto, contra el voto culto. Mayores sin futuro contra jóvenes sin estímulos y sin sentimiento de culpa. No han sido unas elecciones, ha sido una guerra brutal, tan agresiva como soez. Y ha ganado una guerrilla a un ejército regular. Un episodio más de lo que Moisés Naím ha definido como el fin del poder. El poder que conocíamos se acabó. Y con él, el orden conocido. Tiempos imprevisibles. Trump ha humillado a todos, y a todo.

Publicado en: El Periódico (9.11.2016)
Fotografía: Sigmund en Unsplash

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