Cinismo y poder

En política, el cinismo quizás puede ser útil para competir, como la historia —incluso la más reciente— nos recuerda. Pero para gobernar, es terrible. Vuelve a los gobernantes insensibles, necios y arrogantes. Y su desapego de la responsabilidad o la realidad es el principio del fin. Una característica dramática de los cínicos en política es su desconexión moral y ética respecto de las consecuencias que sus acciones tienen —casi siempre como un coste o un castigo inmerecido— para sus gobernados.

«Un cínico es un hombre que conoce el precio de todo y no da valor a nada», escribió Oscar Wilde. Con la precisión luminosa del poeta, Wilde describe este desapego impúdico a lo que vale e importa para los demás y para todos. Su relativismo moral es parte de su indolencia y es la esencia de su peligrosidad.

Los cínicos confunden sus victorias electorales con aceptación obsecuente y claudicante de los electores. Pero esas victorias son un arma de doble filo. Les hacen so­breestimar su desempeño, subestimar el del rival y, lo que es peor, alimentan el ego vanidoso de creer que ganan porque tienen la razón. O son elegidos por los dioses más que por los seres humanos. En política, a veces, uno es solo un instrumento del electorado para que el rival no gane; no para que lo hagas tú por tus supuestos méritos o argumentos.

El cínico no tiene vergüenza en el mentir o en la defensa y práctica de acciones o doctrinas vituperables. Le resbala. Su descaro es irritante. Los cínicos saben que mienten, pero no les importa. Es más, disfrutan de su poder, que sienten como intocable por el voto popular. El cínico no es solo peligroso por su obscenidad, sino por el uso que hará de la legitimidad recibida, que usará como un aval sin límites.

Hay un aroma hiriente en los cínicos: desprecian a sus rivales. Es un desprecio profundo, hondo, denso. También desprecian los códigos y las normas que son garantías para todos. Ajenos al dolor que causan, o al padecimiento personal o colectivo, el cínico cree que el derrotado políticamente y los perdedores o desfavorecidos en nuestra sociedad tienen, en definitiva, su merecido.

Henry Lewis Stimson, un político norteamericano de larga trayectoria, y que fue presidente de la delegación de EE.UU. en la Conferencia de Desarme de Ginebra de 1932, creó la doctrina Stimson como resultado de la invasión japonesa de Manchuria: EE.UU. se negaba a reconocer cualquier situación o tratado creado como resultado de una acción agresiva. «El único pecado mortal que conozco es el cinismo», afirmaba. Creía firmemente que la agresión nunca debería constituir derecho ni derechos.

Los cínicos con poder son una amenaza. O bien ejercen el poder sin pudor o bien su indiferencia con la vida colectiva –humana y natural– es incompatible con el interés general.

Su acción o su inhibición son, paradójicamente, las dos caras de la expresión de la «brutalidad en estado puro», como decía Javier Marías.

Publicado en: La Vanguardia (25.11.2024)
Imagen creada con IA

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1 COMENTARIO

  1. Excelente artículo, desgraciadamente tiene el problema de que a los cínicos si se lo leen, que no creo, se rían y les importe un pimiento. El cínico es incapaz por naturaleza de renunciar a su cinismo.

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